CONJURO
Salió
de su trabajo como todos los días: cansado, aburrido y frustrado. A sus treinta
y cinco años llevaba una vida vacía y rutinaria, no era lo que había pensado
cuando era niño. De niño soñaba con conocer el mundo, lugares fantásticos, maravillosos
e inimaginables. No había hecho nada de eso. Iba de la casa al colegio, a la
universidad, al trabajo. Dos hombres de aspecto intimidante lo abordaron, cada
uno lo tomó por un brazo, haciéndole saber que estaba arrestado. Como pudo se soltó,
corrió internándose en calles desconocidas, por callejones cada vez más ocultos
hasta hallarse en uno sin salida. Miró hacia atrás para verificar donde venían
sus persecutores, pero ya no estaban. De pronto la vio, escrita en la pared una
frase que decía: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.” Fue como
un conjuro, el descubrimiento de su destino. Por primera vez en mucho tiempo observó
las calles, los balcones, los jardines florecidos, las farolas encendidas, los
rostros de los transeúntes desprevenidos ajenos a su nueva fortuna. Se detuvo a
recoger flores e insectos en su camino. Sensaciones que no recordaba desde su
niñez.
Han
pasado quince años desde ese día, todavía tiene que ir a la oficina pero está
cada día más cerca de pensionarse. Los fines de semana recorre las calles de un
pueblo cada vez más lejano a la ciudad. En las noches visita otros países y
épocas juntando las palabras que encuentra en cada nuevo libro. Hace algunos días
volvió a encontrarse con aquellos extraños hombres, cayó en cuenta que tan sólo
eran un instrumento del destino para la conjuración, ya no lo perseguían a él,
estaban arrestando a un tal Josef k.
JULIO: DE PRAGA A BALTIMORE.
Los
ruidos atravesaban el zaguán y parecían haberse tomado parte de la vieja casa.
Para su fortuna la biblioteca era como un bunker inviolable que sólo se podía
abrir por dentro, se sintió a salvo. El teléfono sonó justo cuando se disponía
a sentarse en su sillón de terciopelo verde. Dejó el libro en la mesita de
centro junto a los otros que se habían apilado allí, y se abalanzó a contestar,
sabía quién era, ya que sólo alguien de mucha confianza llamaría a esa hora.
–Hola
mamá– dijo sin temor a equivocarse –si, sé que no he llamado ni te he escrito,
pero estaba ocupado. Viajando. La verdad, no me he sentido muy bien, creo que
recibí un golpe en la espalda con una manzana, pero no es nada grave. Los
últimos días me he sentido como un insecto. Voy a colgar, quedé de encontrarme
con un amigo a tomar unas copas.
Se
arrellanó en el sillón. Encendió su pipa. Tal vez los perros ladraron, pero él,
absorto en la lectura, sólo podía escuchar al viejo gato tuerto que hacia
ruidos espeluznantes desde la chimenea tapiada donde brillaba, como una
aparición, un escarabajo de oro.
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